17/04/2024

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Testimonio de Sor Angela desde el muelle de Lampedusa

Testimonio de Sor Angela desde el muelle de Lampedusa

 

El testimonio de Sor Angela Cimino, una de las hermanas de la comunidad intercongregacional de Lampedusa, con ocasión del naufragio del 10 de abril de 2024.

 

Acababa de volver de celebrar la Santa Misa, llena de serenidad espiritual. Apresuradamente, me puse mi ropa habitual para la misión en el muelle y corrí imaginando la realidad con la que me encontraría. Corrimos como de costumbre llevando ropa, té caliente y cualquier otra cosa que pudiera ser de ayuda para levantar a nuestros hermanos náufragos (y... por la gracia de Dios, rescatados por la Guardia Costera).


Cuando llegamos al embarcadero, sentí una extraña excitación. El viento soplaba terriblemente. Hacía mucho frío. Mi paso era inseguro y temía que me pidieran que no cruzara la línea que nos corresponde a los voluntarios. Pero no fue así.


Me acerqué cada vez más al lugar exacto donde se detuvo la embarcación patrullera de la Guardia Costera. Ningún hermano emigrante desembarcó. ¿Por qué? Qué extraño.
Sugerí a los jóvenes del grupo Esperanza Mediterránea (incansables) que empezaran a servir el té caliente para dejarlo enfriar un poco y asegurarse de que todos pudieran tomar al menos un sorbo. No veíamos a nadie. Nuestros corazones empezaron a latir con fuerza y la ansiedad nos asaltó. Cruzamos la línea ya sin timidez.


Un escenario horrible e inhumano se presentó ante nuestros ojos.
Los miembros de la tripulación de la Guardia Costera empezaron a levantar laboriosamente uno a uno a los hermanos migrantes que habían sobrevivido al naufragio y a colocarlos sobre el asfalto del muelle.

Nada se movía en ellos: ni la cabeza, ni los brazos, ni las piernas. Así comenzó una carrera imparable para recuperar mantas de cualquier tipo. Todos sufriendo hipotermia. ¡Qué escenario más inhumano!


Estaban en shock, temblando, delirando, agotados. No perdieron ni un segundo. Había vidas que salvar. A la avalancha de mantas siguió la de camillas, sillas de ruedas y un bullicio de ambulancias para trasladar a los enfermos graves al Centro de Salud de Lampedusa.


Un joven marfileño está especialmente grave; le reanimaron durante unos 40 minutos. No sobrevivió.


Tras haber completado laboriosa y tristemente el rescate de los supervivientes, otro terrible escenario se desplegó ante nosotros. Observé, atónito y sin aliento, cómo levantaban los cadáveres y los volvían a meter en largas bolsas negras, con cremalleras para abrirlos y que pudieran ser reconocidos por familiares que tal vez viajaban en el mismo barco de la muerte. Entre ellos había una niña de 9/10 años.


En un abrir y cerrar de ojos, los dos encargados de la funeraria, con la ayuda de algunos de los presentes, comenzaron la operación de colocación de los ataúdes. Murieron ocho hermanos emigrantes. Luego, el número aumentó a nueve.


Un silencio sombrío envolvió el muelle como nunca antes. Sólo se oía el viento y el ruido de las olas que subían. No había tiempo para pensar en uno mismo, para cubrirse, para resguardarse del viento y del frío. Uno corría, miraba, lloraba y rezaba, acariciando a todos: vivos y muertos. Sí. La caricia de Dios llegaba a todos.

 

A medianoche, pensamos en hacer una visita a los hermanos gravemente enfermos llevados al Centro de Salud.
Nos interesamos por ellos y aseguramos nuestra disponibilidad para cualquier necesidad que surja.
¡Uno puede imaginar nuestro estado de ánimo! ¡Un corazón roto al ver tanto dolor!
¿Y cómo no pensar en esas madres (desamparadas) que vieron a sus hijos caer al mar?
¿Cómo estar cerca de ellos? ¿Cómo volver a abrazarlos?


Acordamos reunirnos al día siguiente para encontrar juntos una respuesta a estas conmovedoras preguntas y con la esperanza de poder entrar en el centro de acogida para mostrar nuestra cercanía a los hermanos rescatados, para infundirles calor humano.
¡Inútiles todos los intentos! ¡Inútiles las largas esperas ante las puertas del hotspot! Nadie se dignó a hablar con nosotros.


Nos quedamos con un vacío insalvable en el corazón. Nos hubiera gustado una vez más hacerles sentir la caricia de Dios.

 

Desde Lampedusa, Sor Angela Cimino, fsscc

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